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Mensaje por Shika Dom Ene 06, 2013 11:38 am


Observé cómo mi cabello ondeaba ante la danza que tanto gustaba al aire de Konoha. Los reflejos del sol jugaban también en el conjunto, proyectando una divertida sombra en el suelo del jardín. Sonreí pensando en las personas que habían elogiado alguna característica de la melena rosada que nacía en mi cabeza y terminaba más allá de mis rodillas. Cada día crecía un poco más, me encantaba la longitud que alcanzaba lentamente. Pensé que apenas me recogía el cabello en una coleta, como había hecho prácticamente todos los días mientras vivía en Iwagakure. Incluso lograría encontrar una gran cantidad de lazos guardados en algún lugar de mi habitación si los buscara. Me di cuenta de que la mayor parte de mis pensamientos terminaban posados como las hojas otoñales sobre el chico de la cascada, con una suavidad que tan solo los ángeles lograrían alcanzar.

Dirigí la vista hacia el cielo y contemplé la gama de nubes que mostraba, con formas y tonalidades completamente diferentes contrastando sobre el azul del fondo. Me parecía todo realmente bello, una felicidad inundaba mi alma sin ser yo capaz siquiera de encontrar su procedencia. Los amplios edificios que formaban la mansión se presentaban ante mí intentando intimidarme, pero sin lograrlo. Pensé que ya era tiempo de hacer algún viaje, dejar atrás la comodidad del hogar para pasar algún día bajo las estrellas. Me gustaba recorrer el mundo y descubrir lugares completamente nuevos, así como visitar de nuevo aquellos que me traían recuerdos. En aquel momento, en que las flores salían en el campo y los pájaros cantaban melodías alegres desde las ramas de los árboles, algo en mi interior me pedía visitar el país de la lluvia, en que se encontraba la villa que había conquistado con mis propias manos.

Añoraba sentir sobre mi rostro las constantes gotas de lluvia, aunque bien sabía que mi forma de ser no me permitiría permanecer un excesivo periodo de tiempo en un lugar en que los rayos de sol no incidían directamente sobre la superficie de la tierra. Un paseo por aquel lugar sería encantador, seguramente. Recordaba mi encuentro con la joven de pelo claro y ojos entristecidos junto a un puente de los alrededores de la villa, dijo llamarse Taila. Gracias a ella fui capaz de encontrar las puertas de Amegakure no Sato y así conquistar la villa. Miré a Negro Kun, aquel día partiría sola, puesto que su compañía algunas veces evitaba que yo pasara desapercibida. Necesitaba, además, reflexionar sobre mi propia vida y el curso que estaba siguiendo. Sonzu caminaba junto al emperador, mientras que yo estaba sola en una mansión que me quedaba grande.

Pocos días atrás me había preguntado a mí misma si los ángeles lloraban alguna vez, no quería pasar de nuevo una noche como aquella. Tal vez contemplar la tristeza del cielo en el país de la lluvia podía ayudarme en parte a comprender las cuestiones que me hacía a mí misma. Había descubierto ya que ningún conocido de Konoha tenía suficiente capacidad para ayudarme con mis dilemas, necesitaba sentirme segura y no lo lograba ni tan siquiera en mi interior. Pensé en la sensación que me recorría cuando me encontraba entre los brazos del chico de la cascada y giré el rostro, rehuyendo mi mirada de los rayos del sol. Me sentía sola, eso parecía ocurrirme.

Caminé en dirección a Negro Kun, debía informarle de que iba a salir de viaje, dejando la protección de la mansión bajo su cuidado. Alguien debía evitar que criaturas inesperadas o personas poco deseadas entraran en aquel lugar para buscar algo. La última vez que acudí al país de la lluvia en varios momentos él temió por mi salud, pero no quería que se preocupara tanto por mí, más de lo que hacía cada día al ver que mi estabilidad perdía el equilibrio. Sonreí, aparté los problemas de mi mente y me sentí prácticamente tan feliz como antes, aunque seguía habiendo un fallo que no lograba localizar. Visualicé sobre el lomo del monstruito al minino, que me observaba con los ojos abiertos como platos. Tan solo varias palabras bastaron para hacer ver a ambos que su lugar durante aquella partida estaba entre las murallas de Konohagakure. Después, me hice con todo lo que necesitaba para el camino.

Me cubrí con la capa de Konoha, llevando debajo una vestimenta bastante sencilla. Comencé a caminar por el Bosque de la Muerte, pensando en las criaturas que allí permanecerían durante todo el periodo de tiempo que fuera su vida. Los pasos eran ligeros, no quería molestar a los habitantes de aquel lugar con mi simple presencia. Pronto llegué a las calles de la villa y observé mi alrededor, sintiéndome sola entre la gran cantidad de gente que paseaba de un sitio a otro. Como una extraña en aquel lugar. Cerré los ojos y contemplé la gran cantidad de árboles que rodeaban mi cuerpo, un precioso bosque que me esperaba con los brazos abiertos, los pájaros cantaban alegres melodías y mi alma me pedía correr por el lugar. Sonreí, la naturaleza era capaz de hacerme sentir en paz. Subí a un tejado utilizando la escalera situada en un callejón y entonces comencé a recorrer la villa desde la parte más alta de cada hogar. Salto tras salto, alcancé las murallas y las recorrí hasta llegar a la puerta.

El bosque me esperaba tras la colina, por lo que corrí en aquella dirección para después verme envuelta en una gran cantidad de hojas y flores propias de la primavera. Conocía bien cada camino del País del Fuego, no sería difícil alcanzar atravesando el bosque aquel lugar en que la lluvia no cesaba en su intento por regar el mundo. Caminé sin descanso durante un día, para después caer rendida en las lindes de la naturaleza. Después, seguí viajando durante varias jornadas más hasta alcanzar la frontera de dos países y comprobar cómo tras varios pasos la lluvia caía incesante sobre mi cuerpo. Pronto llegué ante un puente de grandes dimensiones, que se encontraba a una cuantiosa distancia del suelo. Paseé sobre las tablas de la estructura observando aquello que me rodeaba, sintiendo las gotas sobre mi rostro aún llevando la capucha puesta. Tal vez esperaba algún milagro, algo que me ayudara a recuperar mi mentalidad y me hiciera sentirme completamente segura. Mi casa podía estar en todas partes, aunque bien sabía que en ningún sitio me encontraba como entre los brazos del chico de la cascada.
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Mensaje por Shichika Lun Ene 28, 2013 10:30 pm

Era el color de la primavera en ebullición en Konoha la visión más intensa que seguramente nadie podría observar jamás, extendiéndose cientos de kilómetros por amplias llanuras cubiertas casi al completo por bosques tan densos que la luz del sol se filtraba verde hoja en vez de dorado solar, creando un ambiente mágico entre las florecillas silvestres que crecían a los pies de los enormes árboles de todo tipo, la brisa primaveral con su regusto a tranquilidad meciendo las ramas y la hierba. Los colores intensos del otoño hacía meses que habían desaparecido, seguidos por los tonos claros del invierno de los que había renacido la vida en el bosque a la llegada de la primavera. La vida se podía sentir, despertando tras la caída de las nieves, pájaros cantores que iban de un lado a otro, alertando a sus vecinos de que era hora de emprender de nuevo la carrera hacia el otoño, ardillas que buscaban sus tesoros, ocultos antes de las primeras nieves, los primeros ciervos volvían de las tierras que habían sido más cálidas durante los meses fríos, ahora los pastos sobresalían de nuevo verdosos y apetitosos a vista de la enorme fauna vegetariana que poblaba el País del Fuego. Corriendo tras un par de colibríes, un peregrino se hallaba en la duda de si su instinto le habría engañado por primera vez. La canción del bosque le había guiado, desde hacía semanas, desde el País de la Tierra, que había ido a visitar para confirmar si era cierto lo que contaban sobre una enfermedad que acababa con el bosque, hasta aquí, el País del Fuego, donde mil veces había llegado en peregrinaje tanto al Templo como a sus enormes bosques. Los árboles le habían hablado de una muchacha que recorría los caminos con un enorme animal que desprendía la fragancia de un niño, cuidando de una comunidad de personas que vivían ocultas entre los árboles. Eso sorprendió al Peregrino, su memoria para recordar o incluso reconocer a las personas no era la mejor, pero estaba seguro de que esa mujer debía ser recordada, y algo en lo más profundo de su aura le pedía que siguiera su pista, aunque debiera cruzar para ello todo el mundo. El rastro le había conducido hasta las puertas de la aldea oculta entre las hojas, donde residían los Shinobis del País del Fuego, no era de extrañar, pues según lo sus guías le contaban, la mujer se trataba de una líder respetada entre los ciudadanos del lugar. En algún momento Hakuhei me había explicado como funcionaban los estamentos de la sociedad ninja, pero había sido algo tan superficial a mi parecer que no tardé en olvidarlo, muy a mi pesar, pues todo lo que mi hermano de peregrinaje me contaba, sabía que lo hacía porque algún día podía serme de utilidad. Escondido tras los densos matorrales del bosque, observaba las puertas de la ciudad, en plena noche, cerradas y sin apenas tránsito de guardianes, seguramente habría mas escondidos y repartidos por todo el lugar. A pesar de la brisa nocturna y el olor a bayas, podía sentir como el bosque estaba impregnado de un olor demasiado disperso como para poder reconocerlo, un olor que formaba una gama de colores en mi mente, pasando por el rosa intensamente varias veces... pero no lograba reconocerlo. Caminé, corrí y nadé durante días, siguiendo el rastro de la mujer que parecía huir de mí sin motivo alguno, pues yo no deseaba hacerle ningún daño. Poco a poco, la vegetación a nuestro alrededor se hacía menos densa, los árboles estaban más separados entre sí, y los claros en el bosque eran mas habituales, así como los cielos se volvían más visibles, y en ellos, nubes de densidad variable se comenzaban a dejar ver, según corría y corría hacia el oeste. Durante el trayecto no hice ningún descanso, esperando poder alcanzar a la flor que aromatizaba los bosques con su aroma a rosas silvestres, seguramente hubiera encontrado a la mística ninfa de los bosques de la que tanto hablan algunos hombres del norte, atribuyéndole la capacidad de engatusar a las personas con su canto, y en un abrazo eterno llevarlos a la locura. Los caminos de la Gran Madre estaban claros frente a mí, seguía las huellas que me había procurado el destino, y nadie era yo para oponerme a él, su trazado era infranqueable aunque sus caminos variaran, estaba seguro que el mío era el adecuado. Los días seguían pasando y a la par que el aroma se hacía mas intenso, las lluvias comenzaban a caer, y el bosque terminaba. Me crucé con varios pequeños ríos que pude sortear de uno o dos saltos sin problemas antes de llegar a la gran llanura. Conocía estos lugares como la palma de mi mano, y no por nada, pues era mi residencia más habitual en el pueblo abandonado que fue habitado en otro tiempo por trece espadachines de renombre, pero eso habían sido tiempos lejanos, antes de que encontrase el camino de la Madre Tierra, y sus designios llegasen a mis oídos. Antes de que encontrase la redención en el peregrinaje.

El rastro de la mujer, que viajaba sola y rauda según había podido comprobar al examinar los pequeños campamentos improvisados que había levantado por las noches, al pararse a descansar, se internaba finalmente en un último tramo arbolado. Estando en dominios conocidos, no tenía problema en saber a donde se dirigía mi ninfa de los bosques, pues el Puente que cruzaba el abismo era la única manera de traspasar esa zona. Podría tomarla ventaja si bordeaba el bosque por la derecha, evitando así lo enrevesados caminos que muchas veces daban vueltas y vueltas hasta que la muralla de árboles se enternecía y se podía traspasar, con suerte, exprimiendo lo mas posible mi velocidad, podría alcanzarla al otro lado del puente. Corrí entre los árboles, subiendo a las ramas más altas para prepararme, el salto sería largo, aunque confiaba en mí lo suficiente como para saber que podría lograrlo. Finalmente, las duras ramas de los robles que me rodeaban llegaron a su fin frente a mí, y saltando sobre la última, presioné hacia abajo, con la intención de usarla a modo de trampolín para que así me impulsara aún mas y me lancé hacia el abismo, cruzándolo como una centella de pelo oscuro y ropajes otoñales. Caí al otro lado de la grieta, sobre el mullido césped verde esperanza, muy cerca del puente que cruzaba el abismo, separando ambas partes del lugar. No podía sentir la suave fragancia a rosas, y mis compañeros aviares hacía días que debieron volver a su nido para cuidar de los polluelos que esperaban, escuchar la canción del bosque me ayudaría a saber donde se encontraba la mujer rosa, pero ahora mismo no tenía tanto tiempo, sería mejor que caminara entre los árboles, oculto, hasta llegar al puente, y que entonces esperase a que llegara por ahí. Estaba seguro de que no podía haber sido más rápida que yo si había logrado alcanzarla aún con la distancia considerable que nos separaba en un principio, ella era rápida, pero no lo suficiente como para huir de un peregrino. Y no tuve que esperar demasiado, en el instante en que mi mente se perdía entre los sonidos del bosque, una figura cubierta por la inequívoca capa de la Hoja, cruzó el puente con pasos rápidos y gráciles llegando hasta el otro extremo, frente a mí, aunque no pareció fijarse mucho en lo que le rodeaba. Estaba perdida en sus propios pensamientos, la sombra de la capucha no me permitía saber más de ella, pero la fragancia era inconfundible, y ahora que la tenía delante, la poca capacidad mental dedicada a la memoria que me quedaba, chisporroteó como una caldera vieja y se encendió dando respuesta a mis preguntas.

- Cabello de Ángel...- Mientras pronunciaba para mí el nombre que le otorgué en mi corazón a la muchacha, di dos pasos, los primeros dos de muchos otros que los seguirían, fuera del bosque, hacia ella, la ninfa a la que había seguido tantos días hasta aquí, cruzando las fronteras de varios países en el trayecto. Era la segunda vez que me encontraba con la amiga especial, como la solía llamar Hakuhei, y si algo recordaba de mi viejo amigo era su última lección. No comprendía demasiado la técnica para llevarlo a cabo, pero sí había interiorizado profundamente el sentimiento que debía transmitirle. Antes de que pudiera huir de nuevo, crucé la distancia que nos separaba, a penas quince metros que mis largas zancadas podían recorrer en un instante, y temiendo que se evaporase ante mí, la sujeté por la cintura con cuidado. Hakuhei me había explicado que había que tratar con suma delicadeza a las mujeres, pues sus huesos no eran fuertes como los de un peregrino, sino que estaban hechos de bello, pero delicado cristal, y al mínimo contacto brusco podían quebrarse para siempre, echándose a perder. Ella era pequeña frente a mí, y al acercarme a su capucha para agradecerle como me había enseñado Hakuhei la generosidad que mostró en nuestro último encuentro, pude sentir por completo la rosa que sostenía entre mis manos. Tenía espinas, pero eran pequeñas, pues no quería herir a nadie, tenía pétalos, los podía ver rojos en su rostro, tan solo dos, pero muy hermosos, separados ligeramente, quizás por la sorpresa, quizás tomando aire, de tal forma que lanzaban el dulce néctar de su lengua al exterior, atrayendo seguro a pájaros libadores que buscasen sustento. Debía ser un colibrí, lo entendía perfectamente, ¿Quién lo lo haría? Era tan simple como observar la naturaleza y aprender de ella.

La capucha cayó a su espalda al inclinar su rostro hacia atrás levemente, soltando la larga melena rosa tras ella como una cascada de esta extraña bruma que nublaba mis ojos y mis pensamientos cuando me encontraba con ella, aportándome una felicidad tan intensa como nunca nada más había logrado despertar en mí. Mi rostro y el suyo se rozaban, tal y como me había enseñado mi hermano, en aquella ocasión, al última vez que le ví. Recuerdo su lección al pié de la letra: "Como colibrí debes acercar tu boca abierta no mas de la distancia necesaria para que tu lengua salga a sus labios, y rozarlos al principio con la suavidad del vuelo raso que mantiene el halcón, para después succionar su sabor y buscar en su boca la fruta que esconde con tu lengua. Así ella entenderá que tu estás muy agradecido por su amabilidad, y que deseas mantener una amistad más profunda." Seguir los pasos al pié de la letra pareció casi milagrosamente fácil, pues los caminos del destino nos habían cruzado al fin tras tantos años de peregrinaje. Había encontrado la flor mas bella, cuyo aroma era capaz de intoxicar mi alma y limpiarla de toda impureza, todo al mismo tiempo, representando la misma naturaleza de la vida y la muerte en un solo instante. No quería separarme de ella, el sabor de su fruto era demasiado intenso y los pétalos de sus labios demasiado suaves, mientras que su liviano cuerpo reposaba como si hubiera sido creado a medida con el mío entre mis brazos, donde había hallado reposo contra mi hombro derecho. Las hebras rosas de sus cabellos se mezclaban con mi castaño oscuro, rodeándonos como un capullo de seda del que algún día nacería una preciosa mariposa, la mas hermosas de todas. Hakuhei llamó una vez a esa mariposa Amor.



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Mensaje por Shika Sáb Feb 02, 2013 2:46 pm

El tiempo pasaba, fugaz y silencioso, a lo largo de los días que duraba mi camino. Los pasos eran normalmente ligeros, aunque cuando me cansaba de caminar sin un rumbo se hacían pesados, casi siendo mis pies arrastrados por el suelo. Descansaba tan solo las noches, improvisando pequeños campamentos suficientemente eficaces en la tarea de mantener lejos a las fieras y al frío que venía con la oscuridad. Viajaba esperanzada, con incesantes pensamientos de que algo bueno me esperaría en mi destino, aunque éste no estuviera aún claro. Tal vez lograría descubrir qué era aquello que me había llevado de nuevo al país de la lluvia una vez que lo encontrara. Y, aunque en algunas ocasiones pasaba por mi mente la idea de dar media vuelta y volver hasta la villa de la hoja, no me rendía bajo ningún concepto. Negro Kun estaba demasiado lejos como para considerarle una compañía en ese momento, vigilaba la mansión del Hokage ante presencias inesperadas y hostiles.

Las horas se me hacían eternas, repletas de exasperantes segundos de soledad y sentimientos confusos. Tal vez en el camino encontraría mi salvación a aquel estado de indecisión, de dudas con respecto a mi propio destino en la vida. Y esa era la cuerda que, agarrada a mi cintura, tiraba de mí para ayudarme a avanzar por una cima llena de obstáculos. Y debía confiar en aquello si quería mantenerme constante en la simple decisión que había tenido que tomar, viajar o no. Rendirme no era una de las opciones posibles dentro de mi mente, al igual que jamás lo había sido. Y tampoco arrepentirme sería lo que decidiría hacer.

Tras tanto tiempo, divisé un amplio puente que despertaba mi desconfianza en las alturas. Se asemejaba al que había visto tiempo atrás, en el mismo país, pero no tenía claro si era el mismo o uno diferente. Lo crucé sin prisa, aunque tampoco estaba realmente calmada, caminar sobre tantos metros de altura me mantenía tan intranquila como las mañanas de soledad en la mansión del Hokage. Pensé en los paseos que daba por el patio, en las figuras que de vez en cuando buscaba en el cielo, añorando la compañía de la única persona que realmente había saltado todas las barreras de mi corazón. Pasé, tabla a tabla, hasta el otro lado del puente. Con la mente entretenida en recordar breves situaciones, ni tan siquiera vi en un principio que frente a mí había un bosque.

Me sacó de mi ensimismamiento el ver cómo una sombra salía de entre la barrera de árboles. Parecía una persona, por lo que comencé a pensar diferentes modos de atacar o defenderme en poco tiempo. Tan solo las palabras, la voz que llegó a mis oídos hizo frenar al cauce que llevaban mis pensamientos, desconectar esa parte de mi cerebro. Una sonrisa se formó en mi rostro al recordar la referencia a mis cabellos que el chico de la cascada hacía al dirigirse a mí. Su tono de voz, la melodía más bella que jamás había logrado escuchar a lo largo de tantos años, de tantos minutos de existencia. Mi cuerpo entero se estremeció mientras mi pulso aumentaba en velocidad y mis ojos recorrían lentamente su silueta, sin estar yo segura de que lo que veía era real.

Pude contemplar cómo sus amplias, ligeras y rápidas zancadas le aproximaban a mí, desafiando al paso del tiempo, amenazando con parar el transcurso de los años en un simple segundo para hacerme feliz durante una eternidad. Y por un momento pensé que ese sencillo y sincero deseo que nacía en mi corazón se cumpliría, cuando sus manos sujetaron mi cintura. Tal vez intentaba evitar así que yo me desvaneciera a causa de la emoción que me provocaba el reencuentro. Había soñado tantas veces con aquel momento, con contemplar de nuevo sus ojos y situarme entre la calidez de sus brazos, segura como en ningún otro lugar del mundo. Tiempo atrás aquello se había convertido en lo que mi alma consideraba un hogar, el eterno abrazo con que mi mente soñaba cada minuto, consciente o inconscientemente.

Con los ojos abiertos, contemplé cómo su rostro se aproximaba al mío lentamente, hasta el momento en que sus labios rozaron los míos y todo recuperó de nuevo su vivo color. Cerré los ojos mientras la sucesión de latidos de mi corazón aumentaba en velocidad. En cualquier momento necesitaría también hacer uso de su fuerza para guardar dentro de mi pecho el órgano vital que con su sola presencia él lograba hacer funcionar mejor. El rastro de sabor que sus labios dejaban al contacto con los míos era un manjar de los dioses, la semilla que quedaba tras haber disfrutado de la fruta que me ofrecía la felicidad. De nuevo notaba las pequeñas gotas de la lluvia caer por mi cuerpo y mi cabello, que había escapado del resguardo de la capucha, se mezclaba con el suyo en el más bello conjunto que jamás contemplaría. Todo había recuperado de nuevo su sentido en el momento en que su mirada se cruzó con la mía, en que descubrí la felicidad en el fondo de sus preciosos ojos.

No tenía realmente claro qué era aquello a lo que tantas personas denominaban como amor, pero lo que sabía era que lo sentía, que era una fuerza capaz de hacer latir mi corazón con más ímpetu. Sabía que cada latido estaba dirigido a la persona que llenaba mi alma con su presencia, al hombre que me regalaba aquel preciado beso bajo la constante lluvia de un hermoso país. Aparté el rostro, abriendo de nuevo los ojos, para contemplar el suyo y sonreír ampliamente. Pasé una mano por su mejilla mientras la visión deleitaba a mi alma y los sentimientos la desbordaban. Era feliz, más de lo que nunca antes lo había sido, y lo único que conseguía tener claro era que él era el causante de aquel sentimiento tan pleno.

Pudieron pasar segundos, minutos u horas durante el tiempo en que observé incansablemente cada detalle de su rostro. Después, recosté mi cabeza sobre su hombro derecho y mi mirada siguió recorriendo su perfil. No lograba encontrar una sola imperfección, un detalle que no aportara alegría al pozo que se llenaba en mi interior. Con gusto habría parado el tiempo, deseando siempre todo el tiempo del mundo junto a él. Pero los minutos pasaban y las palabras se amontonaban en mis labios deseando llegar a sus oídos. Tenía preguntas, afirmaciones y demás informaciones que ansiaba compartir con el chico de la cascada, y el amor que por él sentía tomo las riendas de mis expresiones.

- He estado tanto tiempo buscándote… y al fin me has encontrado.

La imagen de su figura ante mí un rato antes se repetía en mi mente, dejando presente que él me había alcanzado, de un modo u otro. No sabía si aquello había sido una casualidad del destino, o si él había previsto con anterioridad nuestro encuentro, lo que tampoco había sabido con anterioridad es que llegado aquel punto del sendero me llevaría tan grata sorpresa. En ese momento quería saber si él también sentía una emoción desbordante cuando se encontraba junto a mí, pero cualquier pregunta podía esperar. Tantas horas imaginando la visión de sus sonrisas, vislumbrando en el cielo una nube con su silueta y encontrando en la luz más pura la felicidad de sus ojos… y al fin podía palpar el sueño, notar que no se iría tan pronto como se abrieran mis ojos. Tenía tanto que ofrecerle… sabía perfectamente que quería vivir mi vida junto a él, compartir con él cada alegría y hacerle el hombre más feliz del mundo. Era consciente de que todo era efímero, de que la felicidad alcanzaría un día su fin y de que una mañana despertaría sin que él estuviera a mi lado, ya fuera en éste u otro mundo. Pero no me importaba el tiempo, si eran minutos o si eran horas lo que tenía para compartir con él.

Aprendería a amarle de la forma más sincera que pudiera alcanzar y tan solo necesitaría su amor para ser capaz de ello y mucho más. Le acompañaría en sus campañas, pondría mi esfuerzo a modo de ayuda para que él alcanzara sus proyectos y los viera realizados. Los dedos de mi mano izquierda descendieron por su cuello y su torso hasta hacerse con un mechón de pelo, el cual observé mientras lo giraba, lo enroscaba y la lluvia lo empapaba. Era todo tan perfecto…

- ¿Vendrás conmigo a Konoha?

Lo único que deseaba era que él estuviera a mi lado, que correspondiera al amor que tan pronto yo había comenzado a sentir por él, que confiara en mí como yo había hecho en él. Le ofrecía todo, pondría el mundo patas arriba para alcanzar aquello que él más pudiera ansiar en cada momento, lograría la más sincera felicidad para él y prometería despertar cada mañana dispuesta a ofrecerle la más bella de mis sonrisas y el más dulce de mis besos. Juntos podríamos enfrentarnos a todo aquello que así lo requiriese, pero para ello necesitaba saber que él estaba dispuesto a seguirme en la campaña que en tan poco tiempo mi mente había organizado. Tal vez el tiempo en que había deseado todo eso y más había transcurrido desde la primera vez en que mi mirada coincidió con la suya, en que quedé prendada del brillo de sus ojos, de la calidez de su sonrisa, de todo el complejo que él era. Él me hacía feliz, poco más que aquello era lo que sabía, y era desde tiempo atrás, no había necesitado aquel beso para comprobar que sentía algo hacia él, que los latidos de mi corazón pronunciaban su nombre de alguna forma.
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