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El solitario desierto, un buen compañero.
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El solitario desierto, un buen compañero.
- Entrenamiento de atributos:
- +200 a Control de Chakra
2000 palabras.
Me desperté en sunagakure, alrededor de las once de la noche. Había descansado por el día, precisamente para estar lo más lúcido posible por la noche. Con tranquilidad, abrí los ojos, contemplando mi apartamento. Las luces estaban apagadas, y en la calle se oía a la gente que se iba a casa, o a algún bar a pasar la noche. Con tranquilidad, me estiré en la cama, y sonreí. Me esperaba una larga noche, así que tendría que prepararme bien. Tras estirarme, me erguí para sentarme en la cama, y observar con tranquilidad mi cuarto. Me hacía gracia cómo tenía la calabaza de arena. La había colocado sobre una especie de sujeción adornada, y quien entrase en mi cuarto por primera vez, juraría que era un objeto de decoración.
Acto seguido me levanté de la cama, y con la boca algo pastosa, me fui al servicio. El hecho de tener el pelo blanco, y despeinado, me daba un aspecto de viejo gruñón... Lo que contrastó con una leve sonrisa que se dibujó en mi rostro al ver la cómica escena. Sin gastar más tiempo, abrí el grifo del agua fría, me lavé la cara y enjuagué mi boca. Me peiné, y me aseé. Salí de mi cuarto de baño, y me fui directamente a arreglar mi vestimenta. Del armario cogí una camiseta de un color rojo muy oscuro, sin adornos y de manga corta; un chaleco de tela largo y de un color oscuro también; y unos pantalones vaqueros azul claro. Y cómo no, las cómodas sandalias ninja como calzado.
Tras vestirme, salí de mi habitación, para luego en la cocina, prepararme una buena cena a base de fideos del restaurante de Kaito. La verdad es que hacía bastante que no veía a esos peculiares personajes, Gösuto y Rouuse, los dos shinobi que me habían acompañado en la misión del restaurante. Gösuto era extraño, pero simpático, y Rouuse era una chica extraña, que se comportaba de una forma muy peculiar conmigo... Pero no entendía por qué era. Tras encogerme de hombros, reí levemente y me tomé un poco de Asahi, una marca de cerveza japonesa bastante buena, para refrescarme con un buen trago y después largarme del piso. Cogí mi calabaza de arena, y me fui con una sonrisa en el rostro.
Al salir a la calle, ya eran las doce, y todo estaba oscuro, aunque no por ello tranquilo. En los bares y puestos ambulantes, las luces estaban encendidas, y las risas resonaban por la desierta calle en la que se encontrase el bar. Era algo que agradaba, el saber que entre los de Suna había una unión y confianza de ese calibre. Tiempos atrás, la Villa de la Arena era conocida como un lugar seco y árido, en el que las gentes también lo eran... Pero en ese momento, la reputación de Sunagakure era excepcional.
Así pues, me dirigí corriendo a las puertas de la Villa, y salí de la misma, hacia el desierto que nos rodeaba por doquier. Sin parar, continué corriendo a la luz de la luna llena, que iluminaba mi figura en la arenosa superficie. Medía un metro con setenta y cinco centímetros. Mu complexión era de un cuerpo fuerte pero no excesivamente musculado, y mi tono de piel era pálido, pese a haber crecido en el desierto. No tenía vello por el cuerpo, y llevaba el pelo suele corto. El color de este era absolutamente blanco, puro y metalizado, que al ser natural tenía una extraña atracción. Mis ojos eran de un color azul claro pero profundo. La nariz era fina y recta, y los labios suaves y ligeramente notables, de un color más claro de lo normal. En mi oreja izquierda tiene tres pendientes de plata.
Me encantaba correr por el desierto. Todo cuanto veía era arena, arena y más arena... Todo estaba formado por esos pequeños granos de minerales partidos en millones de partículas, que me obedecían con sólo desearlo. Era mi sitio, mi hogar... Nada me hacía sentirme tan bien como esa situación, esa exacta situación: sólo estábamos la luna, el desierto, y yo. Amaba ese sentimiento, esa esencia que emanaba de la pura naturaleza y que sólo se puede sentir estando en soledad. Era un sentimiento de paz, de libertad... De perfección.
Después de llevar un buen rato corriendo, disfrutando del viento y del tacto de la arena bajo mis sandalias, me paré en seco, encima de una bella duna que estaba iluminada por la luna. Jadeando por la carrera, me tomé unos segundos para mirar el paisaje, el entorno. La luz que la luna reflejaba del sol, se repartía por todo el desierto, haciendo que este pareciera un mar blanco sin movimiento, lleno de sombras, paralizado por la misma luz que lo amparaba... Era hermoso.
Con tranquilidad, respiré de ese ambiente la paz y el silencio que primaban en él. Cerré los ojos, y abrí los brazos, sonriendo lentamente ante esa sensación que invadía cada célula de mi cuerpo. Cuando abrí los ojos, a diez metros de mí se había formado un muro de arena, de diez metros de alto. Ya era hora de hacer lo que había ido a hacer... Debía aumentar el control de mi chakra. Aprender a controlar todos mis jutsus, todo mi flujo de chakra. Y ¿qué mejor que realizar ese entrenamiento en el desierto, entre la arena? Nada podía hacerme sentir mejor, ni más animado, que esas partículas de minerales en polvo.
Así pues, me decidí a comenzar. Con tranquilidad, deshice el muro de arena que se había formado automáticamente, observando cómo la arena volvía al suelo, dejando la superficie de forma irregular. Me quité la calabaza de arena tras ello, y la hice estallar, separándose todas las partículas de arena que la formaban y que se guardaban en ella, para dejar que una nube de arena supliera su posición. Con no mucha maestría pero sí buen manejo, comencé a mover la arena a mi alrededor, lentamente y de forma que más que girar, pareciera que flotase a mi alrededor, siendo yo el eje de un círculo de veinte metros de diámetro.
Mi plan era sencillo. Cuanta más arena moviera, a mayor distancia, o a mayor velocidad, más me costaría mantener el control sobre la misma. Por ello, debía concentrarme en mi chakra, y mi control sobre la arena, para así reforzarlo y conseguir un perfeccionamiento de mi manejo sobre la arena. Poco a poco, fui alejando de mí la arena de la calabaza. Mi control sobre la misma sólo me permitía desplazar sus partículas a doce metros de donde estuviera yo, así que no pasaron de ahí. Poco a poco, lentamente, hice girar la arena a mi alrededor, y fui incrementando la velocidad progresivamente. Parecía una especie de atracción en la que te subes para que las vueltas te mareen. (Qué grande la lógica humana, ¿eh?)
Pero eso no era suficiente. La velocidad me costaba mantenerla, pero debía aumentar la dificultad del ejercicio si quería que mis resultados se notasen de verdad. Así que, manteniendo la velocidad a la que la arena giraba, fui añadiendo a la arena que giraba, más arena, procedente del blanco desierto. El resultado fue una mezcla de varios colores de arena, que girando a gran velocidad, me hacían ver líneas de colores horizontales, un buen espectáculo. Cuanta más arena añadía, más me costaba mantener la velocidad. Pero no me iba a dejar vencer por la fatiga, que comenzaba a notarse. Aún así, seguí añadiendo arena.
La arena del suelo que había a mi alrededor, lentamente, se separaba del suelo, en una pequeña lengua de arena, que al unirse con la arena que giraba, adquiría su velocidad. Así, produje varias lenguas de arena, que se fueron uniendo al cilindro. Llegó un momento en el que tuve que alzar las manos, para ayudarme así a manejar mejor mi control sobre la arena. Ya había conseguido un muro de cinco metros de grosor de arena, y siete metros de alto. Pero tocaba alcanzar algo mayor. Con un leve jadeo, elevé aún más los brazos, haciendo que más lenguas de arena se unieran al cilindro de cinco metros de grosor. Poco a poco, la arena se fue elevando sin perder velocidad. Poco a poco, fui creando una cúpula, que cerraría el cilindro inicial.
Tras unos minutos, la cúpula se cerró, formando un techo apenas sólido, aunque aparentaba ser más fuerte que el acero por la velocidad a la que giraba. La luz de la luna fue menguando al hacerse el techo cada vez más grueso, pues sus rayos eran incapaces de traspasar la arena llegado cierto punto, y quedé sepultado bajo la arena y la oscuridad. La verdad es que molaba, pero no me ayudaba a mantener controlado el movimiento de la arena para ver si lo hacía bien, así que concentrándome en el techo, abrí lla arena, para que se crease un agujero de dos metros de diámetro, justo sobre mí.
Así pues, continué unos minutos manteniendo la velocidad de esa especie de caseta de arena en constante movimiento, jadeando y sudando por el esfuerzo, hasta que decidí cambiar de dinámica. Controlaba a la perfección su velocidad, pero debía controlar también el movimiento de la misma... Así que comencé de cero. Primero reduje el volumen de arena de la cúpula, y luego del tronco inicial, para después mandar el resto de la arena hacia todos lados, haciendo que se esparciera por el desierto. Me merecía diez minutos para recobrar el aliento.
Pasaron los minutos, y yo tumbado en la arena. El cielo estaba plagado de estrellas, y la luna aún iluminaba todo el desierto. Terminaría ese entrenamiento antes de que amaneciese, seguramente. Poco a poco, fui recobrando la respiración, y me levanté para entrenar de nuevo, esta vez el movimiento de la arena. Sería sencillo. De mi bolsillo saqué un MP3 que había comprado en el mercado, y unos cascos sencillos. Con tranquilidad, me los puse, y lo encendí para escuchar música.
- canciones:
Tras el preparativo, llegó el momento de probar mi control sobre la arena. Con la esfera a mi alrededor y estática, alcé las manos mirándola con una sonrisa, y pronto comenzaron a producirse golpes en toda la arena, haciendo que partes volvieran convexas, otras cóncavas, otras comenzasen a ondular... La esfera era como una pantalla de arena, que se movía al son de las canciones que se reproducían en mis orejas. Poco a poco, los movimientos, los golpes, fueron más nítidos, más acompasados, más limpios. La arena se sincronizó conmigo poco a poco hasta poder reproducir varios sonidos, o los que yo detectaba... Como el ritmo de la batería en la parte inferior, en la superior la voz del cantante, y en la cinta del medio se reproducían las tonalidades de las guitarras, voces femeninas, el bajo y otros instrumentos. Era una creación perfecta.
Estuve unos cuantos minutos haciendo que la arena se moviese a mi son, al son de las canciones. Pero aunque pareciera algo sencillo por ser estático, el cansancio también me pudo tras un tiempo, y acabé sentado en el suelo, jadeando y mirando el cielo. Por esa noche, había sido suficiente. Cuando recuperé la respiración, me levanté de la arena, y reuní la suficiente para volver a crear mi calabaza, en la que introduje otra vez la arena que faltase. Después de colocármela a la espalda, eché a andar hacia Sunagakure. Al traspasar las puertas de la villa, me fijé que ya nadie estaba en las calles, y que los bares y puestos habían cerrado por fin. Pero sonreí igualmente. La felicidad que teníamos los habitantes de esa villa, era inmensa, y se reflejaba en el comportamiento que teníamos. Contentos, divirtiéndonos por la noche, y por el día siendo productivos en nuestros trabajos. Nos gustaba donde vivíamos, se notaba. Tras caminar por las vacías y silenciosas calles, volví a mi casa, y me tiré en la cama cual marmota agotada después de una noche de ejercicio intensivo, con una sonrisa en los labios.
Kazuma- Genin Suna
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Localización : Entre la arena del desierto...
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Blank- Kage Suna
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